martes, 27 de agosto de 2013

La bestia

Es una bestia colosal. De tamaña fuerza, que no puede ser ni siquiera concebida. Sucia, maloliente, inmunda. Apesta, por mucho que se perfume, y no deja de ser horrible a la vista aunque esconda su desnudez con suaves sedas. Porque siempre va desnuda y aún así, sin artificio de ninguna clase, nadie la reconoce hasta que es demasiado tarde. Puede aparentar ser inocente, un tierno cachorrito escuálido y sarnoso de grandes ojos perdidos en sus cuencas que reclama atención por nimia que sea, pero en realidad, lo que esconden sus cuencas, no es más que odio y dolor. Animal y humano, porque el humano, al fin y al cabo, no deja de ser un animal un poco más sofisticado. Su apariencia humana se desdibuja, grotesca a la vista, el espinazo se dobla hasta alcanzar la postura primigenia, pies y manos parecen ser la misma cosa y los dientes se alargan para no correr el riesgo de dejar escapar a la presa. Amarillos e infectos guardan sin demasiado celo una lengua viperina que olvidó su idioma. Sólo gruñe la profunda garganta, y a pesar de no pertenecer este habla a ninguna civilización conocida, todo el mundo parecer entenderla, a todo el mundo parece convencer.
Y es que, a pesar de la inmundicia de su apariencia, de la repulsión que genera a los cincos sentidos, es una bestia persuasiva, ya sea con esos gruñidos que son sus palabras, o mediante la fuerza que imprimen sus puños que son garras capaces de desgarrar el alma. No hay que subestimarla. Es una bestia que tiene en su haber gran cantidad de artimañas y razones carentes de razón que sin embargo convencen a los más razonables hombres de todas las eras existentes y por existir. Está acostumbrada a masticar la integridad, a maltratar al débil, pues, sádica, eso le divierte más que matarlo de un golpe.

La historia cuenta, pues esta bestia, inmortal, ha vivido todos los siglos desde que el hombre es hombre y aún cuando ni siquiera era hombre, que este engendro de la naturaleza habita en oscuras, húmedas y profundas cuevas. Son tan hondas y oscuras que no hay en ellas ningún ser vivo, ni siquiera plantas, pues la luz del sol queda demasiado arriba para poder sustentarlas. ¿De qué se alimenta? Sale a cazar, cuando el hambre la tortura o por simple gula, y no utiliza para ello arma alguna, tan solo necesita para perpetuarse la debilidad de sus presas, aunque a veces, por diversión, persigue hasta la extenuación a víctimas fuertes que, ante su persistencia o la persuasión de su discurso, caen doblegadas a su merced. Es con estas presas con las que más disfruta, pues su victoria es mayor, por ser más costosa, y la derrota del enemigo más grande, por ser este más fuerte. Hay veces que se contenta con matar y alimentarse, otras, se divierte descuartizando a su indefensa presa, comiendo parte a parte los miembros de su cuerpo, masticando hasta el túetano de los huesos. Pero su pasatiempo preferido es manipular, sí, manipula a sus víctimas, les ofrece seguir con vida a cambio de que le proporcionen otras con las que pasar el rato. Y así, el dolor y el odio que genera, se va perpetuando, sin dejar de alimentarle. 
Todo esto le divierte, se siente superior, ya dije que era una bestia colosal. Hay hombres que se han enfrentado a ella, han intentado cazarla, sin éxito; encadenarla, fracasaron; doblegarla, cayeron a sus pies; persuadirla, fueron aniquilados. Todos y cada uno de ellos malograron en sus intentos, sus voluntades fueron aplastadas, ya fuera por su retórica endiablada, por la violencia de sus últimos recursos o incluso por la fidelidad de sus siervos. Da igual cuánta fuera su integridad o sus buenas intenciones, cuán fuerte fuera su voluntad, sus deseos o convicciones... la bestia no entiende otro idioma que no sea el del odio, el del sometimiento y el de la fuerza

Capaz de ver más allá de las apariencias, los más oscuros deseos de quien a ella se acerca se muestran cristalinos ante sus ojos, expuestos como trofeos en sus vitrinas. Manipula la voluntad humana a su antojo, haciendo de ella burdo pelele, marioneta entre sus sucias garras, cuyos hilos son los deseos más perniciosos, dañinos e inconfesables que pueda encerrar el alma. Titiritero que deja a su paso montañas de cadáveres, parajes desolados, ciudades derruidas, ríos ensangrentados y campos abonados con el sudor, la sangre y la dignidad de las miles de víctimas que se suceden desde el inicio de los tiempos. Titiritero sin reparos, sin moral ni juicio. Una bestia de sombra humana que no detiene ninguna cadena ni aprisiona ninguna celda, que no atiende a ninguna razón, que no persuade ningún discurso, que no entiende de edades ni razas ni sexo... una bestia que el hombre jamás ha sido capaz de cazar, la única bestia que es capaz de destruir al propio hombre, desde dentro, como los gusanos que corrompen la manzana. Se llama Poder, bestia colosal que nadie ha conseguido domar. 


lunes, 5 de agosto de 2013

Consecuencias

-Tiene hambre.
+Dale el pecho.
-¿Crees que no lo he hecho? no tengo más leche...
+¡Mierda! -exclamó a la par que daba un puñetazo a la pared, la sangre bañó sus nudillos instantáneamente.
-Véndelas cariño... es igual si nosotros no comemos, el bebé tiene que comer... tiene que comer...
+Lo sé -se limitó a decir, hosco- ahora vuelvo.
Cerró la puerta del corral que había ocupado camino al norte. Por mucho que se tapara los oídos no podía dejar de escuchar el llanto insistente de su bebé. Un llanto desgarrado, a veces sin lágrimas, simple llanto que reclamaba comida, el llanto de una ser indefenso que depende de los demás para su supervivencia, ese llanto primitivo que alertaba de gases, miedo, sueño, excrementos... o, en este caso, hambre. El llanto que tantas noches le había levantado para que le acunara, un llanto que, de un tiempo a esta parte, era cada vez más frecuente y desesperado.

Caminó unos kilómetros hasta el pueblo más cercano, cargado de las dos gallinas que había robado el día anterior y la lechuga casi podrida que había encontrado en un huerto abandonado esa misma mañana. El pueblo, situado en un valle, parecía abandonado. No se encontró a casi nadie por la calle, y los pocos transeúntes con los que se cruzaba bajaban la cabeza a su paso y se escabullían rápidamente por alguna callejuela. Se dirigió al centro de salud, aún a sabiendas de que no encontraría a ningún médico, así fue. Ya no había médicos en los pueblos, mucho menos en un pueblo tan pequeño como aquel, todos se habían marchado a las ciudades o a las cabeceras de comarca... resignado, se dirigió al primer establecimiento que vio abierto.
Cuatro parroquianos con los ojos hundidos en sus jarras de cerveza, chatos de vino o tacitas de café bajaron aún más la cabeza cuando le vieron entrar por la puerta. El responsable del local, detrás de la barra, estaba sentado en un taburete y secaba distraído unos vasos. Se giró al oír la puerta:
-¿Qué desea tomar?
+Nada... lo siento, no vengo a tomar nada... vengo a pedir ayuda ¿Me pueden dar algo de dinero a cambio de estas gallinas y esta lechuga? Tengo un bebé y necesito comprar leche. No tengo dinero... ni nada de valor salvo esto -alzó las dos piezas- le agradecería tan solo un poco de dinero para comprar leche, o el cambio de estas gallinas y la lechuga por un litro de leche... por favor -le costaba aguantarse las lágrimas de desesperación y mucho más tragarse el orgullo. Una tenaza le aprisionaba la garganta.
El silencio inundó la sala. Silencio incómodo en el que los cuatro parroquianos y el camarero se limitaron a mirar a aquel forastero a medio camino entre la lástima y la compasión.
-Chico, aquí la leche escasea, como todo -se aventuró a decir uno de los parroquianos, el que estaba más cerca de él- solo queda una tienda abierta y no tiene muchas cosas; si quieres leche, de nada te servirá el dinero, aquí la gente ya se intercambia las cosas, unas por otras, y listo... pero quizás le interesen esas gallinas al de la masía de la parte baja del pueblo, prueba suerte allí, creo que aún tiene dos vacas.
+Muchas gracias señor -lo decía de todo corazón, ya se iba cuando vio al camarero internarse en lo que parecía ser la cocina.
-No se vaya, espere un momento -le dijo desde allí- no tengo leche, pero puedo darle este trozo de pan, es de hoy... no creo que venga mucha gente a comer, así es que tome.
+Muchas gracias señor -poco le faltó para llorar allí mismo, como su bebé- no sé cómo agradecérselo.
-¿Dónde se aloja, joven? -preguntó otro de los parroquianos.
+En... en un corral abandonado a unos kilómetros de aquí -balbució con vergüenza, bajando la cabeza para que no le vieran las lágrimas que empezaban a inundar sus ojos- allí me esperan mi mujer y mi bebé.
El llanto clamoroso acudió a su cabeza como un eco lejano.
-¿Por qué no se vienen al pueblo? aquí les podríamos dar aunque sea alojamiento, no tenemos muchos alimentos... pero quizás a cambio de trabajo el de la masía, que es viejo y no puede apenas moverse, le dé algo de comida...
+No... no nos gusta abusar de la hospitalidad de la gente... ya... ya bastante están haciendo ustedes por nosotros -el orgullo le quemaba en la garganta... deseaba con todas sus fuerzas que insistieran en la idea.
-¡No sea usted ceporro! si tiene un bebé mejor será que esté aquí, en un sitio caliente y cobijado, que no en un corral perdido en la sierra. Se quedan si hace falta en mi casa.
+No queremos ser una carga señor... sólo estamos de paso, vamos al norte... tan solo hemos parado para coger fuerzas.
-Pues descansarán en mi casa. Vaya a buscar esa leche y luego traiga a su mujer y a su bebé aquí, los llevaré a mi casa y allí se quedarán hasta que al menos les vea un médico.
+Gracias señor... infinitas gracias, no sé cómo agradecerle esto... nosotros... -rompió a llorar en silencio, con la cabeza aún gacha para que no le vieran. La voz se le quebró. Incapaz de pronunciar una sola palabra más, salió de allí apresuradamente y se encaminó hacia la masía.

Fue corriendo, con el fin de que el aire que le chocaba en la cara perdiera sus lágrimas. Una vez fuera del pueblo, tomando una vereda casi invadida por la vegetación y tras caminar una media hora, divisó la masía; aunque más que una masía le pareció una casa de campo diminuta con un huerto al lado y un corral. Conforme se acercaba pudo oír el rebuznar de un asno y el mugir de una vaca que acompañaron por un momento al eco del llanto en su cabeza. El huerto tenía nada más que cuatro surcos con lechugas, patatas y algún que otro calabacín. La puerta de madera estaba abierta, el interior parecía oscuro.
+¿Hay alguien? -trasteó en la puerta.
-¿Quién es? -preguntó una voz anciana desde el fondo de la casa. Enseguida escuchó pasos que se acercaban con parsimonia- ¿quién eres tú?
+Buenas tardes señor... me han dicho que venga aquí, que es usted el único que tiene leche... verá, tengo una mujer y un bebé, necesito leche urgentemente, sólo tengo estas gallinas... si a usted le interesa...
-¿Gallinas dices? ¡pero si están muertas! a mí me interesan vivas, muchacho, para que den huevos y esas cosas.
+Lo siento, señor, es lo único que tengo... -el hombre examinó las piezas de cerca.
-Encima hace tiempo que están muertas... estoy hay que cocinarlo ya o no servirán para nada.
La desesperación se adueñó de él. El viejo, un viejo de campo, bruñido por el sol, con arrugas incontables y profundas, flaco, más bien escuálido, sin apenas pelo y el poco que tenía frágil y blanco... ¿qué podía esperar de aquel hombre?
+Señor... necesito la leche urgentemente -imploró con lágrimas en los ojos- mi bebé tiene hambre, mi mujer no tiene más leche... necesito esa leche, ¿lo entiende? A cambio puedo trabajarle el huerto o atender a los animales por usted, mi mujer puede limpiar la casa, estaremos unos días en el pueblo... tan solo estamos de paso -se repitió, casi para sí mismo, como si se tratara de una oración.
-No hace falta que digas más muchacho, te iba a dar la leche sin necesidad de que me soltaras esa perorata. Yo ya estoy viejo y enfermo, me quedan dos días y medio en este mundo, me da igual beber leche que no beberla. Puedes quedarte con las gallinas... -desdeñó con un gesto- pero no te garantizo que esa vaca cabezona y vieja te dé leche suficiente... pensaba matarla la semana que viene.
No sabía qué palabras decirle a aquel viejo para agradecerle su gesto, después de todo, la suerte parecía seguir teniéndole algún aprecio. Decidió cogerle las manos y estrechárselas con fuerza a falta de palabras mejores, pues no le salían otras que no fuera repetir una y otra vez "gracias, muchísimas gracias, no sé cómo agradecerle esto".
Se dirigieron al corral, angosto, oscuro, con olor a mierda y el suelo de paja sucia; allí convivían en aparente armonía el asno y la vaca, y la única luz que entraba era la de la puerta. El viejo le pidió que cogiera al animal y lo atara fuera, así lo hizo, luego le mandó a por un cubo de latón al interior del corral. El viejo, sentado en el poyo de la puerta, colocó a la vaca para ordeñarla, pero el animal se resistía.
-Vaca tonta, ¡deja de moverte!, ceporra inútil... ¡deja de moverte te digo! -le arreó un garrotazo en el lomo y la vaca por fin se estuvo quieta y se dejó ordeñar.
Apenas cayeron unas cuantas gotas de leche. La desesperación inundó su alma y de nuevo le asaltaron las ganas de llorar. Las lágrimas le ardían en los ojos, no sabía si de rabia, impotencia o las dos cosas; le entraron ganas de matar a la vaca, de pisar el huerto y de quemar la casa... el viejo le miraba con infinita compasión en los ojos, incapaz de hacer nada más.
-Lo siento joven... ya le dije que la vaca es vieja y da poca leche... pero no desespere -sus ojos pardos, velados por la telaraña del tiempo, le miraron directamente, quizás precisamente por su vejez le inspiraron cierta esperanza- tal vez el bebé pueda digerir un buen caldo de esas gallinas.
Tal vez... ¿y si no pudiera?, ¿qué pasaría entonces? No quería ni imaginárselo, no tenía fuerzas para imaginárselo... Agradeció a aquel buen hombre su ayuda y le prometió trabajo a cambio de comida si él quería, el viejo le dijo que no le vendría mal, que para sus años tenía suficiente con las cuatro verduras que le daba el huerto.
Con esas palabras se encaminó de vuelta al pueblo, entró en el bar y le pidió al dueño que le hirviera la leche. Desde allí se fue al corral. Por el camino le asaltaron mil dudas y otras mil posibilidades, a cada cual más horrible y atroz ¿Estaban sentenciados?, ¿por qué les pasaba aquello?, ¿qué habían hecho ellos para merecer aquella desgracia? Tan solo estar en el momento y el lugar equivocados, ellos no habían hecho nada más...

+Coge las cosas, nos vamos -dijo irrumpiendo en el corral, su mujer se asustó.
-¿A dónde?, ¿y la leche?
El bebé dormía en sus brazos, una pequeña bolita de carne entre gruesas mantas.
+Al pueblo, la leche está allí. Vamos, deprisa, recoge todas las cosas -ordenó apenas en un susurro a la par que metía atropelladamente las mantas que tenían en el petate.
Recogieron sus pocos enseres personales y, él cargando con los dos bultos y ella con el bebé en brazos, bajaron la pendiente hasta el pueblo. Su mujer llegó exhausta, el bebé se había despertado por el camino y no había parado de llorar en todo el último tramo. No hablaron durante el trayecto, pese a que ella le preguntaba, pero bastaron unas cuantas preguntas sin intención de respuesta por parte de él para que se rindiera y guardara un resignado silencio hasta haber llegado al pueblo. Silencio violento tan solo roto por el llanto del bebé, más violento aún, que ella intentaba calmar por todos los medios sin ser capaz, y que a él le taladraba el alma en lo más profundo.
El parroquiano que les había ofrecido su casa les esperaba de pie en la puerta del bar. Se dirigieron hacia allí con paso firme.
-¿Quién es ese?
+Nos ha ofrecido su casa para pasar estos días hasta que nos recuperemos y el bebé esté mejor.
-Cariño... -musitó ella, sin ser capaz de decir nada más, consciente como era de lo que ello suponía para su marido.
+Estos son mi mujer y mi bebé -le dijo- ni siquiera sé su nombre...
-Juan -respondió el hombre, de unos sesenta y muchos años, moreno de piel, ojos y cabello- su mujer tiene mala cara; vamos, mi señora ya hirvió la leche y les ha preparado un baño.
+Muchas gracias -lloró su mujer, a él no le quedaban ya lágrimas.
La casa no estaba lejos, pequeña, de fachada blanca, tan solo dos ventanas enrejadas que daban a la calle y una puerta de madera, sobre ella, un balcón con rejas de hierro de una pieza y una doble ventana con contraventanas también de madera, pero infinitamente menos cuidada que la de la puerta.
Entraron. Un pequeño recibidor, dos puertas y un pasillo. Una la cocina, la otra el salón, supuso que las del pasillo serían las habitaciones y el baño. El parroquiano les condujo a la cocina, donde su mujer troceaba una de las gallinas, la otra ya hacía caldo en una olla al fuego.
-No tengo biberón -se excusó la señora- mis niños hace mucho que dejaron de ser niños -pareció lamentarse- pero he mantenido la leche caliente.
Sacó el biberón del petate y se lo tendió a la señora, musitando de nuevo sus gracias, sus mil gracias, su incapacidad de agradecérselo... las palabras ya le salían solas. Su mujer, con el bebé aún berreante en brazos, tan solo era capaz de llorar. Le tendió el biberón caliente, medio lleno, y ella lo acercó a los labios del bebé, que succionó con avidez, calmado de repente. Luego, se sumergió en un plácido sueño.
Aprovecharon su sueño para lavarse y asearse un poco. El polvo del camino se desprendía de sus cuerpos, tiñendo el agua de mugre conforme resbalaba por la piel cansada, por los músculos agotados, al límite de sus fuerzas... Cuerpos escuálidos por el hambre, de rostros ojerosos y ojos sombríos.
-Sigue durmiendo plácidamente -informó la mujer del parroquiano cuando acabaron de ducharse- el bebé es precioso -les miró con alegría, pero enseguida la alegría se transformó en compasión.
+No sé qué vamos a hacer, la vaca no daba más leche... apenas le pudo sacar el buen hombre unas gotas...
-Ya he llamado al médico, en dos días estará aquí -informó el parroquiano.
+Dos días son demasiados... -sollozó su mujer.
-Las carreteras son tortuosas, en algunos tramos están cortadas... es difícil encontrar gasolina y el pueblo de donde viene está lejos. Dice que no puede venir hasta dentro de dos días, que lo trae un vecino. No podemos hacer nada más, lo siento...
+No sienta nada -se apresuró a decir él- ya han hecho suficiente por nosotros... -miró a su bebé con aprehensión- es fuerte, aguantará hasta entonces, aunque sea a base de caldo -dijo, ¿pero a quién?
-Hay que tener fe muchacho... -musió la mujer del parroquiano.
¿Fe?, ¿qué fe?, ¿en qué?, si existiera un dios, no permitiría que su bebé se muriese de hambre, le hubiera gustado gritarle... pero no, aquellas gentes no se merecían que pagara con ellos su rabia. ¿Fe?, ojala pudiera tener fe, ojala hubieran bastado las miles de oraciones desesperadas que había elevado a no sé quién, quien quisiera escucharle... esas oraciones, fruto de su desamparo, de su frustración por no poder hacer nada más para proteger a su familia... no había sabido protegerles... primero la guerra, luego las humillaciones, luego el hambre... y luego más hambre y más hambre. "Emigra", le habían dicho, "tu familia es más importante que las ideas", ¡claro que lo era!, no hacía falta que un vecino entrometido se lo dijera... ya había renunciado a todo, su identidad, su vida, su honor, su orgullo, su dignidad...
+Esperaremos al médico -sentenció. Su mujer lo miraba, ni siquiera podía soportar ya su mirada, tan llena de compasión, como las demás... -cariño, ¿por qué no duermes un poco?, iré a hablar con el hombre de la vaca, a ver si me da trabajo, -mintió, lo único que quería era estar solo- no quiero abusar de estas personas.
-No debes preocuparte por eso hijo... -dirigió una mirada fulminante a la mujer, enseguida se arrepintió de ello y salió atropelladamente de la casa, avergonzado, ¿de qué?... si él no tenía culpa de nada.
+Perdónele -oyó que le decía su mujer- sólo está preocupado y esto nos supera...
-Esto superaría a cualquiera -tranquilizó el parroquiano- vaya a dormir, le sentará bien, yo iré a hablar con su marido.

El parroquiano no pudo encontrarlo, se había esfumado. 
Caminaba sin rumbo, sumido en pensamientos a cada cual más funesto. No tengo culpa de nada... yo no he elegido esto, estaba en el lugar y momento equivocados, no he elegido esto, he hecho todo lo posible por escapar, les he dicho lo que querían oír, he sido quien han querido que fuera... y no ha sido suficiente... ¿por qué yo? no tengo la culpa de nada... Hacía calor, mucho calor, y en seguida empezó a sudar a borbotones. Cayó a los pies de una encina, sometido por sus aciagos pensamientos más que por el cansancio acumulado ¿Qué tengo que hacer?, ¿qué hago para que esto pare?, no puedo... no puedo esperar sentado a que se muera entre mis brazos... Apuñaló con su rabia al tronco del árbol que, firme, aguantó la tormenta de golpes. Así lo encontró el parroquiano, que no sabía si acercarse o quedarse donde estaba.
-Tiene que ser fuerte... y aguantar un poco más.
+¿Hasta cuándo?, ¿hasta que mi bebé se muera de hambre delante de mis ojos? -sollozó. ¿Y quién es fuerte por mí?
-Aún no sabemos qué va a pasar. No voy a dejar que ese bebé muera, y usted tampoco.
+Eso no depende de nosotros... y no sé de quién depende, pero sé quién tiene la culpa -musitó con infinita rabia.
-No gaste sus energías en buscar un culpable que no existe. Esto que ha pasado no es culpa suya, ni mía, ni de aquellos ni de los otros. Es un sinsentido. Ni ellos han ganado, ni nosotros hemos perdido, siquiera hay un hombre detrás de todo esto... tan solo un deseo, una ambición que ni entendemos ni estoy seguro de que ninguno de nosotros sepa o pueda controlar. No se martirice con cosas que no existen y guarde sus energías para cuidar de su bebé y de su mujer como lo ha hecho hasta ahora.
+¿Y si no puedo hacer nada más para protegerlos?, ¿y si no ha sido suficiente?, ¿y si lo he hecho mal? ¿Qué hago?, ¿me cuelgo de este árbol porque no tengo a nadie a quien echar la culpa más allá de mí mismo?
-Vivir. Eso es lo que tiene que hacer. Vivir.
+No podría...
-Sí que puede ¡levantase joder!, después de todo lo que seguramente ha visto, de todo lo que seguramente ha vivido ¿aún no se ha dado cuenta de que estamos aquí para vivir y que igual que vivimos vamos a morir? esto es así, joven, ¡es absurdo! y siempre lo ha sido, ¿la diferencia?, que ahora somos conscientes, vemos, palpamos, sentimos y sufrimos ese absurdo. No le estoy diciendo que, si pasa lo peor, simplemente lo olvide o lo entierre y no vuelva a mencionarlo jamás. Si ocurre, será algo con lo que cargará el resto de su vida. Se levantará y se acostará con eso metido en la cabeza, pero tiene que seguir, porque no depende de usted no hacerlo...
+Mi mujer... -rompió a llorar, y ahora se sentía peor... de repente había recordado que en los últimos días apenas se había preocupado por su mujer, ni siquiera la hablaba, ni una mirada. Ella ha estado sola... soportando esto...
-Hay veces que no nos queda nada por lo que vivir, y es entonces cuando pasamos a vivir por los demás. Todo lo que podría haberle enseñado la vida lo está aprendiendo ahora, joven, y sé que es difícil, pero tiene que soportarlo, por ella y por el bebé.
+¿Y si el bebé...? -no podía quitarse su llanto de la cabeza, rebotaba agudo en las paredes de su cráneo.
-No adelante acontecimientos... volvamos a mi casa y descanse un poco, lo necesita. 

Durmió más de lo que hubiera deseado. Era de noche. Llamó a su mujer, que contestó a apenas unos metros de distancia.
+¿Qué tal está?
-Se agita mucho cuando duerme y se despierta continuamente, pero al menos ya no llora -murmuró.
+¿Y tú?, ¿qué tal estás tú?
-Como una madre está cuando ve que se muere su hijo en sus brazos.
Rompió a llorar. Un lamento silencioso, tan solo lágrimas que se perdían en la penumbra. El pecho se le agitaba con violencia pese a sus esfuerzos por controlar el llanto. Él cogió al bebé y lo dejó en la cama. Abrazó a su mujer como nunca había hecho y como seguramente nunca más haría. Y ella lloró. Lloró todo lo que podía llorar hasta que cayó exhausta entre sus brazos. Volvió a coger a su bebé y lo acunó, a la vez que intentaba memorizar cada uno de sus rasgos, curvas y pliegues de su pequeño y delgado cuerpecito.
+Tienes que vivir -le susurró entre lágrimas mudas.

Estaba sentado en el poyo de la puerta, observando las arrugas sin fin de sus manos y recordando... como hacía años que recordaba. Sus nietos jugaban en la plaza del pueblo, gritaban, corrían y se escondían, vestidos con sus vestiditos de colores y sus zapatillas de tela. Su mujer, de pie justo al lado, se limpiaba las manos en el mandil que llevaba puesto a la par que los miraba distraída. La miró a los ojos, como tantas veces había hecho ya a lo largo de su vida, y de nuevo pudo ver en ellos aquella infinita tristeza que día y noche los ahogaba. El llanto, como un eco lejano del pasado, volvió a retumbar en su cabeza. No sólo murió nuestro bebé, muchos otros ni siquiera nacieron.

jueves, 1 de agosto de 2013

El mar




La línea del horizonte. Perfecta, pura. Sin más.

El mar se encoje, revienta con furia en la orilla y vuelve a replegarse sobre sí mismo con una fuerza descomunal; por la mañana la marea habrá olvidado conchas en la arena, que la arena a su vez dejará arrastrar por el mar cuando, hambriento, se coma la playa. 

El mar, vasto habitáculo para románticos, inspira la fuerza, la impetuosidad, a la vez que evoca la calma, el sosiego y la paz. Si existe el alma, si las almas van a parar a algún lugar, seguro que es allí, en esa delgada línea que separa los dos mundos; aquella línea donde el cielo se destiñe en colores pastel y la quieta superficie, lechosa, calmada, espera que el típico velero la surque. Reconozcámoslo, siempre que miramos al mar hay un velero ¿de dónde salen? ¿son reales? ¿los ponen ahí las agencias de viajes? 

Sigo con mi camino, los guijarros se clavan en mis pies.

Y mis miedos se reflejan en el negro manto en el que se ha convertido el agua. Su sonido, acompasado, ahora se asemeja a un lamento y mi imaginación me juega malas pasadas... Me apetece dormir allí, en la orilla mismo, junto a las olas que siguen acariciando al continente... pero el miedo asfixia al sueño. Temo que el mar me engulla, me zarandee como a un pelele y termine ahogándome con sus tenazas frías de sal. Por eso me limito a otear una vez más el horizonte, engullido por la más profunda oscuridad pese a la luna, apenas un hilo curvado colgado de las estrellas.

Hipnotizada por la soledad, en aquel páramo de arena y sal, me atrevo a que la negrura empape mis pies, y siento su frío... la humedad sujeta mi piel y la brisa me agita el pelo.
  
Cuando era pequeña jugaba con la arena, construía castillos, me bañaba en la orilla y recogía cochas y caracolas que se perdían antes de llegar a casa. Ahora cuando miro al mar tan solo quiero perderme en su belleza, robar ese maldito velero y buscar almas en el horizonte. Ahora solo quiero perderme con la palabra libertad tallada en la proa y una jodida bandera pirata ondeando en el mástil.... quizás porque he comprendido que buscar conchas en la arena, como si se tratara del más valioso de los tesoros, es un pasatiempo fútil comparado con las miles de estrellas que puedes capturar en las retinas mientras intentas encontrar aquella que te muestre el norte; quizás porque he comprendido que jugar con la arena y bañarme en la orilla tan solo son acciones fruto del apego a la tierra, mero reflejo del temor a lo desconocido que los más ancianos de mi especie han trasmitido de generación en generación; quizás porque ahora entiendo que la verdadera belleza, el significado de la verdadera libertad es lo que realmente da miedo y no el mar. El mar tan solo está ahí para que lo surques.