sábado, 13 de octubre de 2012

Vida



Tumbada en un lecho, los cabellos negros esparcidos por el espacio. Sus pechos eran pequeños, aunque estaban hinchados, largas piernas y finos brazos. Los párpados bajados, los labios fruncidos de dolor, un puño cerrado, la mano libre sobre el vientre; un vientre de piel tersa y joven que apenas se diferenciaba de las sábanas que rodeaban el cuerpo como un sudario. 

La habitación permanecía casi en penumbra, una ventana a su derecha, tapada por una pesada cortina de terciopelo entreabierta, dejaba entrar la tenue luz del exterior. El mortecino resplandor de la luna en cuarto creciente dibujaba claroscuros en la nívea piel. 

Casi le parecía poder estar tocando aquella piel amelocotonada, ese cuerpo voluptuoso que más que deseo parecía estar trasmitiéndole fragilidad. Las pequeñas manos apretadas en firme puño, la otra sobre el ombligo perfecto, las piernas tensas ni juntas ni separadas en aparente descuido...

Y entonces de entre ellas, manando de aquel lugar para el hombre desconocido, como río sin mar, impregnando de lentitud las blancas sábanas, la sangre de un rojo tan puro que solo podría ser fruto de la madre naturaleza pincelaba el interior de sus impolutos muslos, empapando a su paso las telas, que de un color pasaron a otro... sembrado de pequeñas, diminutas flores de pétalos blancos y corto tallo verde que parecían deslizarse por aquel efluvio con tal quietud que embriagaba.

Su rostro seguía consternido y su puño apretado, la mano sobre el ombligo... y entonces comprendí que no era fragilidad, que era fuerza, que era vigor... que era la naturaleza, que aquella imagen, pintada con presteza sobre gran lienzo, era la expresión de la vida.

Alargué el brazo, acaricié el ombligo, ese ombligo perfecto en el joven vientre, y me di cuenta de que la vida en su lento transcurrir arrastraba lirios.  

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