sábado, 28 de abril de 2012

Shakespeare





Había leído tantos libros, escuchado tantas canciones, escrito tantas parrafadas... había atendido a tantas explicaciones, comprendido tantas opiniones, conocido tantas ideas... 


Había entendido que las cosas estaban mal.

Miraba a su alrededor y lo veía todo del revés, a pesar de haber conocido tantas cosas, no entendía nada. Cuanto más conocía, menos entendía, más se entristecía... le sobrevino la rabia, y la necesidad moral de cambiar las cosas. Porque algo así, un mundo así... no podía estar bien, estaba abocado al fracaso más estrepitoso.

Leyó aún más y escribió de coraje, miedo, impotencia, nada... intentó comprender las explicaciones que le daban, las opiniones, seguir expurgando las ideas y, a cada pequeño paso que daba, se hundía más en el lodo de la incoherencia


Miraba a su alrededor, y pocos más parecían darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Al menos existían esos pocos, se decía a si misma, un consuelo tonto, una fe ingenua... pero ellos cumplían su misión, hacerla sentir cuerda.

Sin embargo, la mayoría, estaba más ciega que el relato de Saramago y sorda como Goya, solo que ellos no pintan los desastres, sino que se refugian en drogas psicodélicas para evadir su triste realidad. Se gangrena su brazo y, al final de su película, se lo acaban cortando.

Intentaba buscar una explicación a la realidad más allá de la que le decían que era cierta, pero sólo topaba con la nada y el absurdo. Con el bucle infinito de la sinrazón. Aún así, no quiso resignarse, quiso luchar, quiso ser un ente activo, no una marioneta más, quiso... protestar, gritar, demostrar que existía, que no era un individuo anulado, de esos con los que cohabitaba.

Y es aquí donde empieza su historia.


Miles de personas se congregaban en aquella plaza, miles de cabezas una detrás de otra, banderas ondeando con la suave brisa bajo un cielo azul impoluto y un sol de justicia. Banderas distintas, que representaban ideas distintas, de grupos distintos ¿De personas distintas?, sin embargo, todas estaban allí por un mismo fin... o eso decían. 


Observaba la escena. Una palestra, en una zona elevada respecto al resto de personas, de las miles de cabezas emergían los gritos, se alzaban puños... y los pocos en lo alto de la escenario sonreían, y también gritaban y también alzaban puños y recitaban consignas


Luego vino el discurso, monólogo semejante a la tragedia griega, donde padres son matados por sus hijos, donde las madres son violadas por sus maridos... algo de Shakespeare ("ser o no ser"), "he ahí la cuestión" responde la masa. Una pincelada surrealista de Dalí por aquí, la locura de Van Gogh por allá, y cómo olvidar el tema central: "hay que destruir el anillo de poder, el anillo único".


Era entonces cuando la masa gritaba encolerizada; cuando sus ojos se impregnaban de odio, de rabia; cuando su boca escupía espuma y libertad; cuando sus manos alzadas empuñaban hoces, martillos, banderas tricolores, o rojas y negras... era entonces cuando aquellas personas se hacían una.


Ella agitaba su gran pancarta con las dos manos, y la cámara la grababa, subida a los hombros de su compañero, mientras gritaba el lema que recitaba un cartón, que bien podría haber sido la manta de algún mendigo en cualquier caja de ahorros:



"Su fuerza no la obtienen de su policía, sino de nuestro consentimiento"

Poco más tarde, caminaba calle arriba junto al resto de personas, rumbo a su coche, que la llevaría a su casa, donde cenaría algo caliente, luego echaría un polvo y se dormiría plácidamente hasta la mañana siguiente, cuando madrugaría, iría a la universidad, asistiría a clase, comentaría la manifestación, llegaría a casa, comería algo ligero, volvería a clase, vería una película con su compañero, caminaría calle arriba junto al resto de personas, rumbo a su coche, que la llevaría a su casa,  cenaría algo caliente, luego echaría un polvo y se dormiría plácidamente hasta la mañana siguiente, cuando madrugaría... y bueno... ya se sabe la historia. 


Así un día, y otro, y otro. Y, de vez en cuando, volvía a ver decenas de miles de cabezas congregadas... pero no cambiaba nada. El mundo seguía del revés. El mundo seguía precipitándose a la hecatombe, a la destrucción... como un carro de Carrefour si se escapa calle abajo empotrándose contra un Audi A4 en su fatídico recorrido.


Le invadía la angustia hasta un punto que no podía creer cierto. La tristeza, la desolación, el desarraigo, el abandono... todos esos sustantivos sustituían a la rabia, a la indignación. Tenía miedo. Se sentía perdida, sin un pilar al que agarrarse, imposible... ¡Imposible! si los había derribado todos... todos reducidos a polvo, junto con esas hermosas estatuas griegas, que afirmaban ser las poseedoras de la belleza...


Y comprendió qué era lo que debía hacer, y comprendió que ese era el fin. La nada. Que nada cambiaría. Que todo era absurdo ¡De risa! y rió como una histérica ¡Por fin lo había comprendido! y rió como una histérica...


-¿Te pasa algo Julia?
+No... sólo estoy un poco desanimada.
-Ya verás, cariño, como al final lo conseguimos. Cada vez somos más. Este sistema tiene los días contados.


Y de nuevo marcharon donde las centenares de miles de cabezas, donde la palestra, donde las diferentes banderas. Él tenía razón, cada vez había más gente.


-¿A dónde vas?
+Voy a adelantarme un poco, tú espérame aquí.


Intentó abrirse camino entre la marea de gente, el corazón le palpitaba con fuerza, la sangre se apelotonaba en sus sienes, la boca se le secaba por momentos al son de su resuello. Logró llegar por fin justo debajo del escenario.


Ahora podía ver los ojos de toda aquella gente, vacuos como los del pescado. Su aliento se elevaba en el frío aire invernal en pequeñas nubecillas, semejantes al humo de los habanos. Ojos que miraban sin ver. Personas que morían en vida. Voces mudas.


Subió unos cuantos escalones de la palestra, lo justo para que la vieran, se disponía a llevar a cabo su propósito, seguro que con éxito. Por una vez en su vida la escucharían, trasmitiría su mensaje sin dar lugar a ninguna posible tergiversación, pues sería claro y evidente. 

   
-¿A dónde va esa? -se oía balar a la masa.
+¿Quién es? ¿Por qué está subiendo? no debería estar aquí... -se oía aullar a la palestra.

Y entonces sacó la pistola, y con fuerza, decisión y entereza pronunció su última parrafada, apuntándose a la sien izquierda apretó el gatillo y sus sesos, su carne, su hueso y su conocimiento mancharon a los allí presentes de espanto, asco y comprensión.

Lo último que vieron sus ojos cristalinos fue a su compañero, perdido en la lejanía, y la pancarta que sostenía con vehemencia, hecha con las manta en la que dormían:

"Qué época tan terrible esta en que unos idiotas conducen a unos ciegos".
William Shakespeare.


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