martes, 16 de agosto de 2011

El templo del alma

Los árboles se erguían como soldados a ambos lados del camino, algunos incluso se inclinaban, buscando el preciado sol. Eran árboles enormes que encapotaban el cielo con sus ramas, que competían por ver quién llegaba más alto. Su follaje, de un verde intenso, resplandecía cuando los rayos de sol les obsequiaba con su caricia.


Un regato recorría con musicalidad el borde del camino de tierra y hojas caídas. Su agua era cristalina y bajaba dando graciosos saltos. Pronto avisté entre el follaje una enorme cascada, el agua caía con violencia, rompiendo en espuma y finas gotas con el fondo de un pequeño lago de aguas cristalinas, que se asemejaba a un espejo.

Este lago, era de aguas tan claras y puras, que se podía ver el fondo. Las hierbas, típicas de los lechos de los ríos, se mecían por la corriente y las truchas iban de aquí para allá, nadando en paz. En la superficie límpida de agua, se reflejaban las montañas, los riscos, los grandiosos árboles y también mi rostro.

Las gotas minúsculas desprendidas de la cascada en su sobrecogedora precipitación, en combinación con la luz, elaboraban caprichosos juegos de luces. El murmullo constante e incansable del agua al caer relajaba el alma y la acunaba en su letargo.

La pared tras la cascada y a ambos lados era de piedra, tapizada de verde, ese verde que solo puede mantener la abundancia de agua. El frescor ponía la piel de gallina y la armonía de destellos, colores y melodía acogía a los sentidos en una bella sinfonía.

Descubrió que el camino seguía tras la cascada y decidió seguirlo, aunque la violencia del agua cayendo la impresionaba demasiado. Por detrás de la cascada, protegida por un techo de piedra preñado de vegetación y de pequeñas estalactitas, se sintió como en un templo, un templo de la naturaleza.

Caían gotas del techo, de las plantas, siempre empapadas; el agua resbalaba por las piedras, moldeándola y caían luego las gotas como diamantes del cielo, jugando con la luz a capricho, creando arco iris.

Tras aquella cúpula vegetal y con el omnipresente murmullo del agua, el suelo estaba enmoquetado de hiedra, los árboles, de troncos estriados, se alzaban al cielo, imposible de ver entre las hojas de los fresnos, chopos, arces, álamos... todas ellas en su multitud de formas y texturas.

Había raíces que formaban nudos, algunos árboles nacían de la piedra, otros tenían hueco el tronco y aún así seguían elevándose hasta el cielo. Extendías la vista y veías chorreras, hijas sin duda de aquellas cataratas que sobrecogían.

Sentí un escalofrío y no por la frescura del ambiente, sino porque, por una vez, estaba en paz con mi alma.

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