martes, 9 de agosto de 2011

Torre de Babel




El cielo era azul, con dispersas nubes que se disipaban con el movimiento. El horizonte, con su perfección y simpleza me pareció bellísimo, esa clase de belleza que solo posee la naturaleza en sus más simples formas. La línea de la costa era sin embargo recortada, de afilados acantilados, llenos de vegetación. Las piedras, erosionadas por la fuerza combinada del viento y del agua dejaban espacio a una pequeña cala.


Era una cala recogida, amparada por los altos peñascos, de arena blanca y fina, las olas rompían no con demasiada fuerza, pero tampoco con debilidad. Estaba segura de que aquella cala, con la marea alta, sería engullida por el mar. La enorme presencia de conchas, blancas y lisas y caracolas lo evidenciaba.


Allí se podía respirar un aire húmedo, pero puro, límpido y suave. El vientecillo acariciaba la piel, como la podría acariciar la seda. El agua, al principio fría, una vez que te acostumbrabas era ideal. Tonificaba la piel, limpiaba las impurezas y relajaba los músculos.
El sol se reflejaba en la superficie del agua como se refleja en las caras de un diamante. Destellos que solo podrían desprender las gemas preciosas, también lo desprendía la gema más brillante de toda la tierra: el mar. El olor a sal era penetrante, llenaba los pulmones y parecía limpiarlos por dentro.


Tumbada en la toalla, si cerraba los ojos podía escuchar todos los idiomas, el delicado francés, el rudo alemán, el gracioso italiano, un acento argentino por allí, uno andaluz por allá, alguna frase en inglés, otra en catalán. Aquello parecía la torre de Babel, pero esa comparación me pareció horrenda, pues allí la gente se entendía perfectamente. Todos hablaban el idioma de la naturaleza pues todos entendían el murmullo del mar, el silbar del viento entre las rocas, el susurro de los árboles…


Los cuerpos estaban desnudos y se tendían al sol para absorber su calor, otros andaban por la playa o se bañaban. No eran cuerpos perfectos en su mayoría pero, en su imperfección al menos eran humanos. Las pieles eran de todas las tonalidades, los cabellos se agitaban por igual ante el paso del viento y las miradas contemplaban con el mismo sobrecogimiento el horizonte.


El sol pronto se pondría y llenaría de claroscuros los cuerpos curvilíneos y voluptuosos de las mujeres, las miradas de los hombres se posarían en sus caderas, tal vez en la sombra de su pubis o en la firmeza de sus senos y por qué no también se fijarían las mujeres que, más detallistas, tal vez se fijarían en el color de los ojos.

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