miércoles, 1 de septiembre de 2010

Pesadilla


Hacía ese trayecto tan familiar que todos los días me llevaba desde la casa de mi tita a la de mi abuela. Siempre lo hacía al atardecer pues veía cómo el sol se escondía entre los edificios con sus tonos rojizos y anaranjados. Pero ese día no me fijé en eso. Tenía una extraña sensación de angustia en el pecho, incomodidad, un presagio se abría paso en mi mente con pies de plomo, instalándose en ella como una abrumadora certeza que me aterrorizaba, me atenazaba el corazón y me impedía respirar. A cada paso que avanzaba esa horrible sensación se volvía más fuerte.
No podía hacer nada, solo caminar pese a que yo deseaba con todas mis fuerzas salir corriendo en dirección contraria. La casa de mi abuela cada vez estaba más cerca, el piso amarillo de dos plantas se alejaba escasos diez pasos de mi. Por instinto intenté reducir la marcha con la esperanza de detenerme, pero mi cuerpo hacía oídos sordos a mis ordenes y seguía andando. Siete pasos, seis... cada uno imprimía más desesperación en mi interior... era como si... cuatro, tres... me dirigiera al matadero a que me descuartizasen y yo lo sabía pero... no podía hacer nada para impedirlo. Dos, uno...
Metí la llave en la cerradura del portal. Lentamente. No lo quería hacer, pero mis manos tampoco me obedecían... llamé al ascensor y la espera nunca se me hizo tan larga. Mi corazón iba a mil por hora y tenía ganas de vomitar. Subí al aparato que, para mi sorpresa, llegó al segundo piso con una rapidez que nunca había tenido dado su destartalado estado. La mano me temblaba visiblemente cuando abrí la puerta, me asomé con cautela, sabía que algo me esperaba al otro lado y tenía miedo, mucho miedo. Las piernas me flaqueaban, sentía que el corazón se me iba a salir del pecho, una voz me decía que me diera la vuelta y corriese pero no lo podía hacer, no era dueña de mi cuerpo que salió del ascensor.
Cerré los ojos con fuerza de manera instintiva, esperando un golpe o algo así, pero no pasó nada. Me quité el brazo de delante de la cara con lentitud, jadeaba, me faltaba el aire. Abrí los ojos con igual lentitud y, al mirar a la derecha, donde se encontraba la puerta de mi abuela tras un corto pasillo, la vi.
Era alta y espigada, su rostro tenía una expresión neutra o... más bien no tenía expresión. Sus ojos, dos grandes pozos negros sin brillo, miraban a ningún punto en particular. No pestañeaba. Tenía el pelo corto, negro como el azabache y cortado de forma perfectamente recta a la altura de la barbilla. Sus brazos colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo y no se movia en absoluto, siquiera para respirar; parecía un maniquí, ahí puesto por el fruto de una macabra broma que no me hacía ninguna gracia.
Me quedé observándola unos instantes en alerta y, realemente, no se movía, su pelo negro tenía un brillo inusual y su tez era tan blanca como la nieve, sus labios pálidos y su cuello largo y delgado. Mis reacciones corporales al miedo irracional que me invadió durante todo el camino, se fueron calmando. Ni corazón relentizó su paso y mi respiración se fue apaciguando poco a poco; dejé de sudar ese sudor frío tan desagradable pero, al permanecer éste en mi piel, hizo que me estremeciera ante la brisa que subía por el hueco de la escalera que quedaba a mi izquierda.
No obstante, aunque ese miedo irracional hubiese desaparecido, mi subconsciente me seguía gritando que diera la vuelta, pero eso me hizo gracia porque... tenía que ver a mi abuela. No me podía dar la vuelta. Ese pensamiento me pareció sumamente estúpido pero, sin embargo, no podía hacer otra cosa que acatarlo como... como si fuese la única verdad de mi existencia.
Andé dirección a aquel maniquí que me seguía poniendo los pelos de punta, no lo perdía de vista, como con temor a que, de un momento a otro cobrara vida y se abalanzase sobre mí. Estaba llegando a su altura y de nuevo el corazón se me aceleró, mi subconsciente insistía en que me diese la vuelta y corriera todo lo que fuera capaz pero... tenía que ver a mi abuela.
Estaba al lado del maniquí y lo miré con recelo. No se movía. Pasé la mano por delante de sus ojos. No se movieron. Me encogí de hombros e, intentando ignorarlo (pese a que era incapaz, mis cincos sentidos estaban pendientes de él) metí la llave en la cerradura de la puerta, la giré, dos veces... sí... mi abuela siempre echaba dos vueltas. La puerta se abrió y yo saqué las llaves, eché un último vistazo al maniquí que seguía inmóvil y, sin saber por qué, sonreí... parecía que habíá ganado aunque, sinceramente, no sabía qué.
Le di la espalda, iba a cerrar la puerta cuando, de repente, sus manos aferraron mi cuello con tal fuerza y fiereza que me impedía respirar. Estaban frías, tan frías como el mármol, me dio la vuelta para verme agonizar. No era capaz de respirar, cada vez me costaba más trabajo. Su miraba destilaba odio, un odio irracional que me asustó. Sus facciones relajadas como si, lo que estaba haciendo, no le costase nigún esfuerzo. Mi vista se nublaba, la intenté arañar para que me soltase, pero mis uñas resvalaron en su piel como resvalan en el cristal.
Lo óltimo que recuerdo es su pelo, inusualmente brillante y un solo pensamiento que retumbaba en mi cabeza con fuerza: "tengo que ver a mi abuela".

Me desperté en mi cama gritando, el mismo sudor frío que tenía en el ascensor plagaba mi espalda, sentía cómo el pijama se pegaba a mi piel y el mínimo roze me hacía estremecerme y sentir su presencia detrás. No me atrevía a encender la luz por miedo a que sus fuertes y despiadadas manos cogieran la mía. Lloraba de miedo y me aferraba a la sábana con fuerza, como si me pudiese proteger de ella en el caso que estuviera en mi habitación.
En un arrebato de valor encencí la lámpara de mi mesilla y cerré los ojos con fuerza, cuando los abrí lentamente, con temor, casi esperaba encontrar su rostro neutro y terrorífico enfrente pero estaba sola. Sola en mi habitación.
Había sido una pesadilla.

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