lunes, 2 de enero de 2012

El barquero


Mi cadáver yace en una tumba de espinos, en una fosa tan profunda que se ahogan los pesares. Siquiera los lamentos llegan a mis oídos muertos. No porque estén muertos... sino porque no existen tales lamentos. Las caricias destructivas de los insectos son las únicas que hacen mella en mi bello cuerpo y, allí abajo, donde solo hace frío y mi voz silenciada por el firme paso de la muerte es la única que hace ecos, la soledad me arropa.


No hay nadie que vele mi enrevesada mente, ahora inservible, ni ese alma considerada por artistas bohemios y decadentes oscura y peligrosa. Tal vez por eso tantas otras almas se alejaron temerosas. Espero al barquero paciente, sin monedas sobre los párpados y también sin ese miedo que toda mi vida corroyó. 

Nadie entona mi réquiem. Nadie me escribe poesías. Nadie intenta memorizar el rostro de mi cadáver antes de que se marche. Nadie comprende aún por qué perecí bajo el peso de ese cielo tan azul, para mí tan horrendo

Hace frío, y las aguas del río Aqueronte más que líquidas parecen nebulosas. Siempre me gustó la niebla, recordé. Me miró a través de su diabólico antifaz y con un tranquilo gesto tendió su huesuda, más que huesuda esquelética mano, para cobrar el pago

Como tantas otras veces vagué sin rumbo, entendiéndolo todo y no creyendo en nada.


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